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Sábado de la trigésimo tercera semana.
Lucas 20, 27-40
"Al ser hijos de la resurrección, son hijos de Dios."
Los
personajes que intervienen en este texto del Evangelio son los
saduceos, que negaban la resurrección y eran gente liberal en materia
religiosa y muy positiva en todo orden de cosas; negaban la resurrección
de los cuerpos en el Juicio final, y también la inmortalidad del alma.
A
ellos en este momento no les interesa mayormente el problema de la
resurrección, que para ellos ya está resuelto negativamente; sólo
pretenden por el ridículo de Jesús y desprestigiarlo a la gente
sencilla; por eso le propone un cuento rabinito.
Pero
Jesús les responde confirmando la fe en la resurrección, ya que Dios es
Dios de los vivos y no de los muertos y tan clara y sabiamente debe
responderles Jesús a la intrincada cuestión que le proponen que "algunos
de los escribas (enemigos de los saduceos) les dijeron: Maestro, has
hablado bien" (Lc 20, 39).
Jesús
les dice que los conceptos que tienen del otro mucho son muy groseros;
les aplica cómo las condiciones de la otra vida son muy distintas de las
actuales, pues no habiendo ya muerte, no tiene razón de ser el
matrimonio.
Modernamente
y en nuestros días, si no se niega la resurrección teóricamente o con
argumentos, sí se le niega con las obras y con la vida, ya que se vive
como si no se hubiera de resucitar, como si esta vida terrena y temporal
fuera lo último que nos espera, como si después de esto que aquí
vivamos ya no nos aguarda ninguna otra realidad.
Según
esta concepción de la vida, se desconocer todos los valores
trascendentes y se da a lo terreno y transitorio la gravitación de lo
absoluto.
"Dios no es un Dios de muertos, sino de vivientes."
La
afirmación que hace Jesús de que Dios es un Dios vivo y que es un Dios
de los vivos, llena de gozo nuestro corazón: "No es un Dios de muertos,
sino de vivientes, porque para Él todos viven".
La
muerte no alcanza a Dios, ni a los hijos de Dios; los que están
muertos, lo están para el mundo, que no puede traspasar las barreras de
la trascendente realidad; pero para Dios no existe ni la muerte, ni los
muertos; solamente son muertos para Él los que no aceptaron abrirse a la
Vida de la gracia que nos trae Jesús, esta Vivo nos asegura la gloria y
vence a la muerte en la esperanza de la resurrección.
Porque
existe la resurrección de lo muerto, ha sido posible la resurrección de
Jesús, sin la cual -como advierte el apóstol Pablo- no es vana e inútil
nuestra fe.
Y
porque Jesús ha resucitado de entre los muertos de una manera
radicalmente nueva, los muertos resucitarán también con una nueva clase
de vida completa y definida.
Vivencia:
Si
miramos a la muerte con la mirada meramente humana y natural, se nos
presenta, por cierto, poco agradable y aun repugnante; pero si nada
debemos mirar con los ojos puramente humanos, menos la muerte.
Nuestro
corazón grita clamando trascendencia; aspira a una eternidad de vida y
de felicidad y eso es que pide a voz en grito nuestro corazón, abarca y
comprende no solamente la dimensión espiritual de nuestro ser, sino
también la dimensión corpórea y material.
Fuente: El evangelio meditado por Alfonso Milagro, Editorial Claretiana.
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