sábado, 29 de noviembre de 2014

Sábado de la trigésimo cuarta semana.

Sábado de la trigésimo cuarta semana.
Lucas 21, 34-36
“Tengan cuidado de no alejarse aturdir por las preocupaciones de la vida.”
El Señor Jesús ha de venir, pero no nos dice cuándo.
Durante ese tiempo de espera la tentación amenaza siempre al creyente ante la dilatación de la venida del Señor; la tentación de la comodidad, de dimitir de la lucha, la tentación de placer, de la riqueza.
Jesús, al entrar en la Pasión, exhorta por última vez a los suyos a mantenerse alertas, vigilar, orar, porque nadie debe considerarse asegurado contra todo riesgo; sólo el que vigila, el que ora, el que no abandona el servicio, será salvado, porque la vida que una persona lleva ahora determinará cómo haya de comparecer ante el Hijo del Hombre.
Es necesario perseverar en el bien y en la práctica de la virtud.
Nuestra muerte, nos recuerda Jesús, y por tanto nuestro juicio, vendrá cuando menos lo pensemos. Por eso es necesario estar alerta y no descuidarnos y tener siempre en orden nuestras cuentas, para que sea de salvación la sentencia que recibamos.
Jesús nos exhorta a "no dejarnos aturdir por las preocupaciones de la vida"; no es nada raro ni difícil que esto suceda; la urgencia de los asuntos temporales, que por un lado no se pueden descuidar, sino que hay que atender con esmero y preocupación, puede incidir en el descuido de los asuntos espirituales y de apostolado.
"Estén prevenidos y oren incesantemente."
Hay cosas de las que no puedes prescindir en tu vida física y otras que te son absolutamente imprescindibles para tu vida espiritual; unas y otras te son absolutamente necesarias.
Si no rezas y sin no rezas con frecuencia, no extrañes de que la vida de tu alma vaya desfalleciendo, que vayas sintiéndola asfixiada por tus negocios y preocupaciones, desorientada por tus ambiciones desmedidas, aplastada por tus pasiones.
Si no rezas y no lo haces de continuo, no te extrañes de sentir tan pesados tus pies y tan frío el corazón.
Si no rezas en todo tiempo, como te amonestas Jesús, no tienes derecho a quejarte, cunado te descubras a ti mismo son entusiasmo para tus ideales cristianos, cuando te sientas flojo y sin ilusión para la practica de tu piedad y aun para el cumplimiento de tus deberes cristianos.
Orar es liberarse de cargas que oprimen, de limitaciones que anulan, defectos que amargan y pecados que avergüenzan.
Quizás quieres eludir tu obligación de orar, absorbiéndote y embebiéndote en la obligación de trabajar; pero debes caer en la cuenta de que si te es obligatorio el trabajo, no te es menos obligatoria la oración; que el tiempo que dedicas al trabajo ha de ser la medida del tiempo que dediques a la oración; a mayor tiempo de trabajo, mayor tiempo de oración; solamente así conseguirás que tu trabajo sea fructífero para la vida eterna.
Si trabajas sin orar, no tardarás en llegar al agotamiento y cansancio desalentador; y si oras sin trabajar, estás atando o impidiendo la eficacia de tu oración.
Orar no es decir muchas palabras o pronunciar prolongadas formulas o rezos; orar es ponerse primeramente en presencia de Dios y luego hablarle con palabras sencillas, como son siempre las palabras que brotan del corazón; y finalmente hacer el silencio en nosotros mismos, para escuchar la Palabra de Dios que nos habla en el fondo del corazón.
Orar es finalmente es amar, pero amar con sinceridad y profundidad, amar con el corazon más que con la cabeza, con la entrega de sí mismo más con la elocución, con la alabanza divina más que con la exposición de nuestras humanas miserias.
Vivencia:
Ninguna oraciones es mejor y que exprese mejores disposiciones que aquella de Samuel: "Habla, Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 39).
Escuchar a Dios, abrir el oído y el corazón a sus inspiraciones y palabras; nada hay que pueda santificarte tanto, porque nada hay que pueda asemejarse tanto al Corazón de Dios.
Frecuenta, pues, esta oración de escucha de la Palabra de Dios y te salvarás.
“ET MATER EIUS CONSERVABAT OMNIA VERBA IN CORDE SUO”
“Y su Madre guardaba todas estas palabras en su corazón” (Lc 2, 19.51).
Fuente: El evangelio meditado por Alfonso Milagro, Editorial Claretiana.
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