Sábado de la trigésimo cuarta semana.
Lucas 21, 34-36
“Tengan cuidado de no alejarse aturdir por las preocupaciones de la vida.”
El Señor Jesús ha de venir, pero no nos dice cuándo.
Durante
 ese tiempo de espera la tentación amenaza siempre al creyente ante la 
dilatación de la venida del Señor; la tentación de la comodidad, de 
dimitir de la lucha, la tentación de placer, de la riqueza.
Jesús,
 al entrar en la Pasión, exhorta por última vez a los suyos a mantenerse
 alertas, vigilar, orar, porque nadie debe considerarse asegurado contra
 todo riesgo; sólo el que vigila, el que ora, el que no abandona el 
servicio, será salvado, porque la vida que una persona lleva ahora 
determinará cómo haya de comparecer ante el Hijo del Hombre.
Es necesario perseverar en el bien y en la práctica de la virtud.
Nuestra
 muerte, nos recuerda Jesús, y por tanto nuestro juicio, vendrá cuando 
menos lo pensemos. Por eso es necesario estar alerta y no descuidarnos y
 tener siempre en orden nuestras cuentas, para que sea de salvación la 
sentencia que recibamos.
Jesús
 nos exhorta a "no dejarnos aturdir por las preocupaciones de la vida"; 
no es nada raro ni difícil que esto suceda; la urgencia de los asuntos 
temporales, que por un lado no se pueden descuidar, sino que hay que 
atender con esmero y preocupación, puede incidir en el descuido de los 
asuntos espirituales y de apostolado.
"Estén prevenidos y oren incesantemente."
Hay
 cosas de las que no puedes prescindir en tu vida física y otras que te 
son absolutamente imprescindibles para tu vida espiritual; unas y otras 
te son absolutamente necesarias.
Si
 no rezas y sin no rezas con frecuencia, no extrañes de que la vida de 
tu alma vaya desfalleciendo, que vayas sintiéndola asfixiada por tus 
negocios y preocupaciones, desorientada por tus ambiciones desmedidas, 
aplastada por tus pasiones.
Si no rezas y no lo haces de continuo, no te extrañes de sentir tan pesados tus pies y tan frío el corazón.
Si
 no rezas en todo tiempo, como te amonestas Jesús, no tienes derecho a 
quejarte, cunado te descubras a ti mismo son entusiasmo para tus ideales
 cristianos, cuando te sientas flojo y sin ilusión para la practica de 
tu piedad y aun para el cumplimiento de tus deberes cristianos.
Orar es liberarse de cargas que oprimen, de limitaciones que anulan, defectos que amargan y pecados que avergüenzan.
Quizás
 quieres eludir tu obligación de orar, absorbiéndote y embebiéndote en 
la obligación de trabajar; pero debes caer en la cuenta de que si te es 
obligatorio el trabajo, no te es menos obligatoria la oración; que el 
tiempo que dedicas al trabajo ha de ser la medida del tiempo que 
dediques a la oración; a mayor tiempo de trabajo, mayor tiempo de 
oración; solamente así conseguirás que tu trabajo sea fructífero para la
 vida eterna.
Si
 trabajas sin orar, no tardarás en llegar al agotamiento y cansancio 
desalentador; y si oras sin trabajar, estás atando o impidiendo la 
eficacia de tu oración.
Orar
 no es decir muchas palabras o pronunciar prolongadas formulas o rezos; 
orar es ponerse primeramente en presencia de Dios y luego hablarle con 
palabras sencillas, como son siempre las palabras que brotan del 
corazón; y finalmente hacer el silencio en nosotros mismos, para 
escuchar la Palabra de Dios que nos habla en el fondo del corazón.
Orar
 es finalmente es amar, pero amar con sinceridad y profundidad, amar con
 el corazon más que con la cabeza, con la entrega de sí mismo más con la
 elocución, con la alabanza divina más que con la exposición de nuestras
 humanas miserias.
Vivencia:
Ninguna
 oraciones es mejor y que exprese mejores disposiciones que aquella de 
Samuel: "Habla, Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 39).
Escuchar
 a Dios, abrir el oído y el corazón a sus inspiraciones y palabras; nada
 hay que pueda santificarte tanto, porque nada hay que pueda asemejarse 
tanto al Corazón de Dios.
Frecuenta, pues, esta oración de escucha de la Palabra de Dios y te salvarás.
“ET MATER EIUS CONSERVABAT OMNIA VERBA IN CORDE SUO”
“Y su Madre guardaba todas estas palabras en su corazón” (Lc 2, 19.51).
Fuente: El evangelio meditado por Alfonso Milagro, Editorial Claretiana.
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