sábado, 16 de agosto de 2014

Sábado de la decimonovena semana.

Sábado de la decimonovena semana.

Mateo 19,23-15

“Deje que los niños vengan a mi y no se lo impidan.”

Era costumbre judía presentar a los hijos a los rabinos, para que éstos los bendijeran, imponiéndoles las manos; este gesto acompañado de una oración bíblica aparece como una forma de bendición; con todo esto prueba el concepto de grandeza moral y taumatúrgica en que la gente tenia a Jesucristo.

Fácil es imaginar la escena de las madres aglomerándose y con gestos y gritos, tan caracterizados de los orientales, queriendo tener la presencia para sus niños.

Los apóstoles no miraron con buenos ojos el proceder de los niños, ni de sus madres, sea porque fueron muchos y pudieran molestar al maestro, sea por la inoportunidad de su presencia precisamente en el momento en que Jesús estaba enseñando su doctrina maravillosa; el caso es que los gestos y palabras comenzaron a impedir que los niños se acercaran a Maestro.

El Señor reprobó la actitud de los apóstoles y ordenó que dejaran a los niños acercasen a Él; el Señor descansaba en la mirada sencilla de los niños.

El apostolado entre los niños ha gozado siempre de un marcado interés, por más que hoy se halle en revisión la Pastoral de los niños.

Ilustrar sus inteligencias, que se abren a la luz de la verdad, poner semilla del bien en aquellos corazones, que se nos brindan como tesoro para los sentimientos puros y elevados, darles a conocer el amor de Dios y su divina Providencia, hacerlos entusiasmar con la figura de Jesucristo como su salvador y su mejor amigo… El niño es como el árbol recién plateado, que requiere un cuidado y una atención esmerados.

Hoy como ayer Jesús nos repite: “Dejen que los niños vengan a mi’; acostumbrados a nuestros niños a que vayan al Sagrario, que ofrezcan la recepción de los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, que ofrezcan sus plegarias al Señor Sacramentado; encomendemos a sus oraciones de las distintas necesidades de la familia, de la Iglesia, de la Patria y del mundo entero; será muy difícil que el Corazón Sacratísimo de Jesús no acceda a conceder lo que le pidan las almas inocentes.

“A los que son como ellos pertenecen el Reino de los cielos.”

De modo plástico quiso Jesús ratificar su amor a los sencillos, a los impíos de corazón. Ellos abren su corazón al Reino de Dios y a la influencia de su Padre y así, mientras los que se juzgan dueños de sí mismos, capaces, autónomos y censores del plan salvador de Dios, siguen polemizando en el umbral del Reino de los cielos, los sencillos, y rectos de corazón penetraran sin dilación en el mismo, como en lugar de su propiedad.

Para Jesús el niño es el prototipo del verdadero discípulo; en efecto los niños son los pequeños del Reino, los sencillos a los que se proclama el Evangelio; no en el sentido literal, sino en cuanto las disposiciones, los que han de recibir el Evangelio han de ser semejantes a la sencillez y receptibilidad de los niños donde debemos descubrir el mensaje de este texto evangélico.

Dice Jesús que hay que hacerse como niños, para poder entrar en el Reino de los cielos y hacerse como niños no es otra cosa que llegar a conseguir las virtudes que caracterizan a los niños: inocencia, sencillez de corazón, sinceridad, docilidad.

Vivencia:

La sencillez del corazón está insistentemente reclamada en el Evangelio; la limpieza de corazón repetidas veces se exige, para entrar en el Reino; la humildad de espíritu es condición indispensable para poder penetrar en la intimidad de Dios.

Fomenta en ti estas virtudes y alejase de todo aquello que de una u otra forma contradice a esas virtudes y se opone a esas disposiciones espirituales.

Pide la humildad en tus oraciones, acepta las humillaciones que la voluntad del Señor te permita y no admitas nunca pensamiento, o a desear puestos, honores o diferentes que puedan hacerte sobresalir.

Sé humilde, acepta la humillación y desea permanecer siempre en ella.

Fuente: El evangelio meditado por Alfonso Milagro, Editorial Claretiana.

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